El pasado enero, durante el Hay Festival de Cartagena, mi amigo Libardo Barros Escorcia entrevistó al novelista argentino Martín Kohan, autor galardonado con el Premio Herralde por su novela Ciencias Morales en el 2007. Esta entrevista es inédita y hoy se publica en Inventario gracias a la generosidad de Libardo.
CÓMO VIVIR NO SABIENDO CUANDO EN VERDAD SE SABE
Por: Libardo Barros Escorcia
Los dispositivos en los que se apuntalan los gobiernos despóticos para sustentar su hegemonía empiezan por el constreñimiento de las libertades sociales gracias a que cuentan de antemano con el consenso cínico de un importante grupo de ciudadanos, lo cual les deja el camino expedito para la institucionalización de un desmedido enriquecimiento de los sectores productivos. Cuando los totalitarismos (de derechas, de centro o de izquierdas) se maximizan desembocan en un deterioro o desaparición de las empresas locales lo cual empobrece a la mayoría de la población, lo que, a su vez, termina desatando una demencial violencia.
En la Argentina de Videla, en el Chile de Pinochet, como en el resto de los gobiernos latinoamericanos, imperó en su momento un despotismo de estado, reciclado en la actualidad, el cual se disfraza con sutiles eufemismos, pero sus efectos son los mismos, ya que además del despojo de sus recursos naturales, se somete a estos países a un chantaje económico diseñado por las multinacionales que exigen ventajosas condiciones como garante de la venta de sus productos. Para lograr su cometido se valen de políticos y administradores locales sostenidos a cambio de un sueldo-soborno, a lo que se agrega una serie de estrategias ideológicas (medios de comunicación, religión, educación y penetración cultural, entre otros) para hacerle ver a la población que sin las alternativas planteadas por ellos la vida no sería posible.
En consecuencia, es una falacia imaginar que un país conformado por hombres y mujeres tan dependientes pueda aspirar a ser libre. Es también, en la mayoría de las veces, mentirosa la “crítica social y política” que se ejerce de manera mercenaria en la prensa regional y un descarado artificio la tarea que llevan a cabo las llamadas instituciones de “control” del Estado.
Estos descontentos han sido expresados cientos de veces, con mayor énfasis durante los últimos treinta años por personas que jamás claudicaron ante la hegemonía de los poderes privados (camuflados en el Estado) y toda su parafernalia, pero aún se sigue viviendo como sino se supiera, como si fuera la primera vez que se oyera y, lo peor, como sino existiera la menor disposición para comprobar su certeza.
Las circunstancias que alimentan la obra de Martín Kohan se enmarcan en la historia reciente de la Argentina, común en gran medida al resto de Latinoamérica. En su amplia producción literaria y ensayística establece unos linderos bien claros al señalar que su obra literaria se ocupa de hechos sociales y políticos, pero sólo desde la resonancia que tienen en las personas, del sentido que ganan en circunstancias específicas. Se aprecia en sus textos una amplia reflexión de la circunstancia humana en realidades concretas, ya que en los momentos más difíciles sale a flote la verdad esencial que sustenta la vida de cada individuo, pese a la sociedad en la que le haya tocado vivir.
Estuvimos en su destacada intervención en el marco del reciente Hay Festival en Cartagena de Indias. Sus ideas me suscitaron algunas dudas que valía la pena requerirle en otro tipo de conversación, a la cual accedió con gusto este amable profesor de Teoría Literaria en la Universidad de la Patagonia y la de Buenos Aires.
Nuestro país, al igual que el suyo en su momento, atraviesa hoy día por una especie de amnesia voluntaria, o peor aun, un cinismo institucional en el cual la sociedad se siente rodeada por todas la violencias y, para colmo de males, harta de la galopante corrupción institucional ¿Cómo asume desde su experiencia esta situación?
Interpretaría que no funciona sólo a nivel político y recae en el funcionario público o el militar. La eficacia de ese mecanismo funciona en todos los niveles sociales. Si fuese sólo una estrategia de la dirigencia política o militar no sería tan grave, porque en última instancia la dirigencia quedaría desencontrada de su propia sociedad. Me parece que en realidad es un mecanismo que está entre la evasión y la autoinculpación y que funciona en todos los estratos sociales; creo que es un dispositivo de autoinocentación.
La situación de la Argentina en los años de la dictadura era evidente, pero la maquillaban y el país tuvo que acudir a muchas argucias ideológicas para sostener el orden. ¿Existió alguna complicidad entre los responsables directos de esta circunstancia y quienes no decían nada, callaban descaradamente?
La sociedad argentina, luego de la dictadura, se presentaba a sí misma como doblemente víctima de todo lo que pasó: de la represión estatal y la lucha armada de los grupos insurgentes. La llamada teoría de los dos demonios. Si había dos demonios había una doble victimidad. La sociedad inerme, neutral, rehén, entregada a estas dos fuerzas malvadas que chocaron sobre su cuerpo doliente. Y eso no fue así, creo yo. En primer lugar porque no se puede equiparar a las dos fuerzas. Me parece que fue la solución más cómoda con la cual la misma sociedad pretendió eludir ese punto donde esa pasividad era complicidad y no solamente victimidad. Lo de la complicidad te lleva a la cuestión de si se sabía o no se sabía. Sobre todo algo más complicado, del saber o no saber. ¿Cómo vivir no sabiendo cuando en verdad se sabe? Esto lo rastreé en mi novela desde situaciones habituales. A mi me interesa, por eso, lo que la literatura puede tocar en lo más concreto de la experiencia. Porque es ahí donde los dispositivos de la represión o de la complicidad funcionaban camuflados en la vida cotidiana. Traducir todas estas abstracciones a una materialidad concreta y por lo tanto diaria de esos mecanismos.
¿Qué escritores han profundizado en esa negación de lo evidente?
Algunos escritores chilenos después de la dictadura de Pinochet. Se vio mucho en Argentina desde mediados de los años ochenta. Sobre esta cuestión nombro a Pilar Calveiro. Sus libros han sido para mí un referente de mucha lucidez sobre esta cuestión. Así mismo, los ensayos de Hugo Besetti. Estos autores, entre otros me han ayudado a entender.
En su reciente exposición afirmaba que cuando comenzó la dictadura Argentina tenía nueve años y, por lo mismo, no había formado parte de ninguna militancia, ni supo de las cosas tal como fueron en su momento . ¿Cómo puede contar entonces algunos hechos tal como sucedieron?
Yo no narro desde la vivencia, por cuestiones lógicas. Ni siquiera hago uso del testimonio. Esa no es mi perspectiva, como dije. Hay otros discursos, el histórico, las memorias, que son más adecuados para esa función. Mi literatura no está centrada en los acontecimientos políticos por carecer de una memoria o una militancia de la que deba dar cuenta. Mi acercamiento a estos materiales es distinto del que escribe desde el discurso testimonial. Mi referencia a los hechos históricos es oblicua, dispersa. Nunca en clave realista. Exploro otros aspectos de las circunstancias sociales. Por la sencilla razón de que son más que eso. Son significaciones sobre la realidad pura de los hechos. Es más importante la significación volcada sobre ellos que la realidad de los hechos. Por eso no concedo importancia a la investigación. Tampoco trabajo sobre mis propias vivencias. Le doy gran importancia a los ecos y las resonancias interiores sin preguntarme de dónde vienen.
Sobre la realidad sociopolítica en la cual se enmarca su libro más reciente, Ciencias morales, ganador de un importante premio, ¿cómo asume su vivencia como bachiller del Colegio Nacional de 1980 a 1985 en la debacle de la dictadura y comienzo de la democracia?
No asumo el tema central, que es la autoridad, el autoritarismo, desde mis vivencias. No le encuentro mucho interés. Lo que busqué trabajar en el colegio de la Patria, el de la tradición, el de los próceres, fue la realidad desde las autoridades, más que el mundo de los estudiantes. El aparato de control, el aparato de disciplina, la imposición del sentido del deber. Ver cómo esos dispositivos rigurosos y fuertemente morales no hacen sino llevar a las formas más perturbadoras de degeneración. Por eso muestro a la preceptora, quien pese a su carácter implacable y represivo, cree que lo hace de la mejor manera según sus funciones y obligaciones.
¿Por qué entonces eligió este colegio y no otro?
Porque hace parte de los mitos de la identidad nacional, y esos mitos son importantes porque movilizan voluntades. Además, la literatura me permite enfrentar mi completo escepticismo contra la tremenda eficacia de la mitología nacional. Y otro mito importante que tenemos los argentinos es creer que estamos destinados a la gloria, pero existe en contra nuestra una cierta conspiración internacional. Esa épica nacional del fracaso, tanto en lo político como en lo deportivo. El mejor ejemplo es Maradona, quien viene a ser el resultado de esos dispositivos y a la vez quien mejor los maniobra. Por el otro lado está la épica de la derrota deseable, como sucedió en la guerra de las Malvinas. A mí me interesan esos temas de la mitología patriótica desde distintos modos.
¿Cuál es entonces el verdadero rostro oculto en todo aquello?
Que al profundizar en el mundo de las autoridades y no el de los estudiantes, que fue el que yo viví, descubrí que detrás de todos aquellos seres implacables y siniestros se revelan unos pobres tipos. Lo cual no quita que no merezcan alguna clase de compasión. Videla tiene un hijo con discapacidad mental. Esto podría servir como material para un cuento, si lo ponemos en una cena en su casa. Videla es un tipo muy rígido moralmente, muy convencido, un asesino, pero es un criminal muy convencido de haber obrado completamente en el terreno del bien. Pero, pese a lo aberrante de su comportamiento, es un pobre tipo. Esto aumenta mi desprecio por la sordidez y la miseria de figuras como él presentes aún en todas las instancias de poder en Latinoamérica. Por eso no deja de ser inquietante saber cómo sería una noche, una cena, en casa de esos tipos.
A pesar de la claridad que siempre hace entre el deslinde de la política y sus libros, no ha dejado de hablar de política, ¿qué tan cerca puede estar la política de la literatura y en qué se sirve la una de la otra?
A mí me interesa cuando la literatura es política precisamente porque es literatura. Porque la literatura hace con los hechos políticos y con el pensamiento político algo distinto de lo que la realidad política suministra, ahí está el plus. La literatura no es la continuación de la política por otros medios. Tampoco la literatura es la ventana desde donde se puede ver la política. La literatura es algo en sí mismo. Cuando aborda una situación lo hace para transformarla. Que descubra las significaciones, los imaginarios, que no detecta la realidad política misma. No estoy hablando de reducir la realidad a la literatura. Se trata de ver cómo la literatura interviene sobre esa realidad. Lo que imaginamos forma parte de nuestra realidad; por lo tanto, la realidad incluye nuestros imaginarios. Todo lo que imaginamos está metido en la realidad con las cosas materiales y concretas. No se puede hacer literatura como si fuese la realidad, porque no lo es. Me interesan los efectos que tiene la ficción sobre la realidad, su mediación. Hago la salvedad de que el récord de investigación sobre mis novelas históricas es de 6 minutos, el día que me apliqué.
¿Cuál cree que sea la dimensión pedagógica que tiene su obra en la sociedad?
No lo pondría en términos de pedagogía. Soy docente, pero la función pedagógica que ejerzo como profesor no la trasfiero a mis libros. No pienso la literatura trasmitiendo un mensaje o trasmitiendo una certeza, sino más bien indagando sobre otras cuestiones, poniendo a circular significados que reboten sobre otros significados. Ideas, criterios, sentidos, que reboten sobre otros sentidos y provoquen cosas que no puedo proveer. No soy dueño de una verdad que trasmito pedagógicamente a través de mis libros, yo sólo detecto algunos sentidos y los pongo en circulación en un texto, y eso sé que va a rebotar en la lectura con otros sentidos y con otras sensibilidades, y yo no gobierno ese efecto. Más bien tengo la expectativa de qué va a pasar con eso en la lectura.
¿Lo piensas como una idea que suscita otras ideas?
Así funciona para mí la literatura. No sé lo que suscito. Es mi forma de vida, en realidad. Es un temperamento, también una forma de ser, tan simple como eso.
Se define, pese a su educación judía, como ateo y antisionista, además, como un escéptico y a la vez un irónico no pacifista. ¿No cree que esta es una actitud cínica frente a la vida?
Es bastante difícil definir mi judaísmo. No me casé con ninguna judía, mis estudios primarios los cursé en un colegio judío, lo cual generó en mí un ateísmo indomable y un antisionismo radical. No comparto, prácticamente en nada la política de Yaveh ni la política del estado de Israel. En cambio, sí colaboré con la gente que se fue a plantar naranjos al desierto del Sinaí. Lo que tengo de judío es el humor, el gusto por su música y otros elementos de su cultura. No escribo desde el judaísmo, ni me considero un judío profesional. Tampoco soy esa especie de cínico posmoderno que descreo de todo, que todo me resbala. Si ironizo de las mitologías nacionalistas, eso es otra cosa.
No soy pacifista. No lo puedo ser porque apoyo la violencia revolucionaria. Sé lo que eso significa en esta época que la sola palabra revolución debe ponerse entre comillas. Pero uno puede constatar cómo la clase dominante ofrece una resistencia violenta con la que hay que contar a la hora de querer cambiar ese poder. Creo en la movilización revolucionaria de las masas. En ello percibo una épica, una forma narrativa con la que se puede mediar entre literatura y política. Como para mí no hay una épica de guerra nacional, lo que me interesa es cómo la literatura argentina volvió sobre la guerra de las Malvinas, cómo la despojó de esa épica guerrerista y le inventó una manera diferente de narrarla. Con ello logró el desmoronamiento de esa mitología nacional. En cambio, sí creo en la épica revolucionaria, porque considero que el mundo es injusto y hay que luchar porque sea más justo.
Libardo Barros Escorcia: Doctor en Ciencias Históricas. Profesor de la Escuela Normal Superior La Hacienda y catedrático de Uninorte.
Fotos de Martín Kohan: Libardo Barros Escorcia